Un aire oneroso. Ideologías literarias de la modernidad en España (siglos XIX-XX)

miércoles, 16 julio 2014

García, Miguel Ángel.

Madrid, Biblioteca Nueva, 2010.

Coincide, en mi caso, la lectura de este nuevo libro de Miguel Ángel García con la de otro bastante más antiguo, El oficio del pensamiento de Julián Marías, publicado allá por 1958, que aguardaba pacientemente su turno entre otros acumulados y las habituales ocupaciones de la vida diaria, de modo que, como suele ocurrir en tales ocasiones, he acabado por compaginar ambos textos sin demasiado concierto, hasta encontrarme estableciendo mentalmente entre ellos, casi por cerebración inconsciente, analogías y divergencias de otro modo inusitadas. Es así que, saltando de uno a otro, mientras confirmaba una vez más el buen hacer del joven profesor de la Universidad de Granada, cuya bibliografía va constituyendo un referente sobre todo en el campo de la poesía moderna y contemporánea, he terminado por preguntarme, como hacía el filósofo madrileño en aquel lejano ensayo suyo, si no será que otros intelectuales más mediáticos de nuestro tiempo, tan conocidos y reconocidos como fagocitados y consabidos, están más limitados porque hacen (hoy como ayer) demasiadas cosas, es decir, si entre cargos públicos, vida social, comisiones y asociaciones, declaraciones a la prensa y charlas de radio, apariciones televisivas e intervenciones políticas, no será que les está faltando –y son todas palabras de Marías– el tiempo y la calma para pensar. Si traigo aquí estas viejas reflexiones, cuya actualidad por otro lado resulta sorprendente, no es sólo porque hoy como siempre sea demasiado infrecuente encontrar en las novedades de las librerías (o por entre las revistas literarias de mayor difusión y los blogs más visitados) profesionales de la crítica literaria que realmente hagan crítica literaria –problema que, en realidad, parece inherente a la disciplina, entre otras cosas por la manutención que reciben de los medios y las editoriales, y por el círculo vicioso de favores que supone el mundillo literario–, sino porque entre esa supuesta crítica, más o menos oficial y/o universitaria, empieza a echarse en falta últimamente (peroya vemos que al menos desde finales de los años cincuenta) ese movimiento esencial que Julián Marías define en su libro como «hacia atrás y hacia adentro», el cual parece ser hasta hoy el único garante del pensamiento, «un repliegue, un retraimiento hacia el retiro de las soledades» que es consustancial al propio oficio y que, al cabo, no está reñido con la acción sino todo lo contrario, la promueve, la facilita y la mejora. No es más sabio, desde luego, quien se aleja del mundanal ruido para dedicarse a su sola contemplación, pero tampoco el que, atascado en demasiados bullicios cotidianos, demanda algo de tiempo para pensar en ellos.

Por fortuna, frente a los trabajos de algunos de esos (pseudo)intelectuales en cuyo pespunte literario hay mucho más ruido que nueces y que han acabado, a la postre, convertidos en tan activos gestores de su propia vida literaria como blandos escribidores al servicio del poder, existen otros libros sugerentes como el que tenemos entre manos, cuya pausada escritura –que abarca, según los créditos, artículos escritos en un haz temporal de unos diez años, entre 1999 y 2009– se construye sobre una sólida cimentación intelectual y se inclina hacia el sano ejercicio del pensar, con la duda y el ataque frontal alas verdades (literarias) preestablecidas como condición de ser de un verdadero criticismo, apoyado en el bisturí de la sospecha. Es por eso que, al contrario de lo habitual en el mercado literario, aquí sí que se cumple el viejo silogismo que acredita que lo bien pensado hace a su vez pensar a los demás, iluminando las sombras por entre las que se introduce.

Que aparezca, además, este nuevo trabajo recopilatorio en una editorial puntera, alimenta paradójicamente las esperanzas de quienes, de entrada, deseamos que se oiga a más volumen un discurso en tantos sentidos discordante, tanto por su propósito como por sus resultados, pues no es sólo que el impulso que lo mueve sea a todas luces el opuesto al de la lógica del mercado que lo distribuye, sino que, para mayor gloria del lector, Miguel Ángel García sortea como pocos en su ámbito todas las dificultades que se impone al hablar de autores de gran rango, de Bécquer a Juan Ramón pasando por Darío, Valle-Inclán o Antonio Machado, figuras todas ellas que copan por su propio valor los puestos más relevantes de la literatura española contemporánea. Y si Marías denunciaba, de otro lado, que «la información y la erudición son las grandes simuladoras, porque fingen vida intelectual donde sólo hay manejo de inertes objetos intelectuales», aquí no hay lugar a lo huero, pues cada cita apuntala los cimientos del edificio que se construye, revelando el trabajo de investigación que hay en el subsuelo sin descuidar por ello el estilo de la prosa.

Por otra parte, creo que hay mucho de honestidad intelectual en no ocultar sus discordancias al lector, pues ya el capítulo introductorio, de muy sugestiva lectura, encarrila el que va a ser el hilo conductor de todo el libro: la legitimidad de un cambio de mirada que arroje luz, como decíamos, sobre las sombras con que la crítica dominante oculta sin saberlo la realidad histórica e ideológica del proyecto literario de los grandes autores, poniendo un velo aséptico e inofensivo sobre el ámbito concreto en que trabajan: «La interpretación marxista de la Historia, incluida la historia de la literatura, puede ayudar a que seamos conscientes del peso que acarreamos y, siquiera fugazmente, intentemos librarnos de él», en tanto que la literatura «puede servir para hacer visible lo invisible, para poner de manifiesto lo latente, para tomar consciencia de que vivimos inconscientemente como si fuera ésta la única realidad válida y posible» (p. 15). Se pone aquí en juego, como vemos, algo más que la sola literatura, alertando de que tras ella hay siempre en refrendo una particular visión de la realidad, que debe ser atendida más en su recóndita pero evidente equivocidad que en su univocidad aparente.

El punto de partida del libro, como se indica ya desde la portada, es rastrear la absoluta modernidad que reluce en los grandes nombres del periodo histórico que va del Posromanticismo al Modernismo/98 y aun a la tradicionalmente llamada Generación del 14, para tratar de discernir y poner en claro cómo bajo esas viejas etiquetas asignadas por la crítica tradicional –cuyo estigma, por cierto, jamás se borrará de los manuales de enseñanza secundaria y bachillerato–, refulge en realidad, tal y como vio tempranamente Juan Ramón Jiménez, una única modernidad escrita de muchas maneras, que aquí se dibuja para nada estática y siempre en radical correlato histórico e ideológico con la polémica modernidad burguesa que vivió España entre finales de siglo XIX y principios del XX. Lo que trata de demostrarse, veladamente, es que la habitual sucesión epocal y generacional con que nos habían contado la historia de la literatura, no sirvió más que para ocultar –o al menos simplificar un tanto demasiado– la verdadera y objetiva historia de contradicciones, discontinuidades y rupturas que atravesó de parte a parte el conjunto de ideologías literarias de la modernidad española (p. 36), tal y como volverá a repetirse más tarde cuando se trate de historizar el devenir de las Vanguardias, el 27 y el Compromiso. No es extraño, en este sentido, que el profesor Miguel Ángel García ponga su primer punto de mira en Gustavo Adolfo Bécquer, ya que tanto en su práctica poética como en sus disquisiciones teóricas, el poeta sevillano demuestra ser con creces el introductor de la modernidad literaria en la poesía española, según advirtieron en su día sucesores tan dispares como Machado, Unamuno, Juan Ramón, Alberti, Guillén o Cernuda.

Pero en ese reconocimiento quizás faltaba el análisis profundo de su humus ideológico (p. 53), el cual vemos traslucir ahora sin duda en su identificación poesía-mujer, en su preferencia por la serenidad de la inteligencia frente a la inspiración romántica, o en su inclinación hacia la desnudez de estilo para hablar de las «prosas de la vida moderna», cuestiones todas que se analizan aquí a propósito de las relaciones entre la modernidad y la moda. No obstante, como explica seguidamente el autor, las preguntas estéticas e ideológicas que recoge y a su vez proyecta hacia el futuro Bécquer, desde su particular modelación de la mentalidad burguesa y pequeñoburguesa y desde su inteligente visión del artificio que supone la escritura, fueron posibles indudablemente gracias a la herencia de una coyuntura anterior, la del Romanticismo, en la que se pusieron «patas arriba» los paradigmas de la razón ilustrada, y en la que bregaron por decir poéticamente una serie de nombres no siempre conocidos, valorados ni explicados como el de Ramón de Campoamor, cuya larga vida jalona el paso hacia la modernidad de una manera también insólita y compleja, adelantando en más de un punto las propuestas becquerianas (p. 91) y fluctuando –ya en sus últimos años y de manera anómala respecto a Valera o Clarín– con las propuestas de la nueva estética que trae Rubén Darío (p. 76-77), lo cual da pie a una aguda reflexión en torno a la historicidad del cambio literario y poético que destierra la visión evolucionista y homogénea de la historia (pp. 78-85).

El libro va así avanzando por entre los fundadores de la moderna literatura española, para aclarar de un lado la multiforme (más bien bifronte o paradójica) concepción de modernidad que diseñaron escritores finiseculares como el granadino Ángel Ganivet o el bilbaíno Miguel de Unamuno, pues ambos cierran sus puertas a la modernidad material para centrarse en la renovación del espíritu, en contraposición a un Ortega. Ambos, pretendidos restauradores de la vida espiritual (p. 115), buscan interceder desde el idealismo en el porvenir de España, para convocar su regeneración, tal y como luego sucederá con los llamados noventayochistas y sus sucesores de la «generación de los intelectuales», siempre con Castilla y Don Quijote al fondo. De Machado a Azorín, de Ortega a Azaña, se rastrean así como leitmotiv en varios capítulos del libro los aciertos del proyecto intelectual de modernización del Estado en que se sumergieron algunos de los nombres principales de aquella coyuntura, dejando al aire también las grietas ideológicas que lo condenaron al fracaso. Entremedias, se pormenorizan con notable resultado las excelsas preocupaciones estéticas de Darío y Valle-Inclán y la religión del arte por el arte de Juan Ramón Jiménez, además de cerrarse el volumen con sendos excursos sobre el trasfondo burgués de la bohemia y la atracción exótica por Oriente de los modernistas.

En la gran alegoría sobre la lectura y la interpretación que es El nombre de la rosa, Umberto Eco explicaba a través de su protagonista, Guillermo de Baskerville, que los libros «no se han hecho para que creamos lo que dicen, sino para que los analicemos», es decir, que «cuando cogemos un libro no debemos preguntarnos qué dice, sino qué quiere decir», y esta premisa parece conciliar muy bien con la labor que el autor de este libro lleva a cabo al preguntarse incesantemente qué dicen los escritores y poetas que estudia. Como explicaba también Eco al final de su novela, habría que aprender a liberarnos de la «insana pasión por la verdad», para admitir que la realidad se dice de muchas maneras, y que los textos admiten muchas lecturas distintas. Miguel Ángel García ofrece aquí muy bien templada la suya, a sabiendas de que si bien, como dice el famoso poema de José Agustín Goytisolo, las palabras no son suficientes para hacernos más libres, en ocasiones sí que descienden de su lugar en las nubes para precipitarse sobre la tierra y cambiar el mundo, o al menos para oxigenarlo frente a ese aire oneroso que denuncia el título, el cual de otro modo acabaría algún día por asfixiarnos.

Jairo García Jaramillo

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