Edited by David T. Gies
Cambridge, Cambridge University Press, 2004, 863 págs.
[De Revista de Literatura, vol. LXVIII, no. 136, pp. 626-631.]
The Cambridge History of Spanish Literature (CHSL) comienza con dos capítulos metodológicos del todo imprescindibles a estas alturas de la historiografía literaria. El primero de ellos, titulado «El efecto Funes», escrito por el editor, David T. Gies, profesor «Commonwealth» de la Universidad de Virginia, aborda la tarea de justificar la empresa en su orientación teórica, que podríamos calificar como avisada, ecléctica y pragmática. Avisada porque hay pocos reproches de método a los que Gies no se haya adelantado. Seguramente por ello se permite el arabesco de abrir y cerrar con un brindis de sabor postmoderno, que invoca al personaje borgiano cuya incapacidad para olvidar el menor detalle le llevó a la locura: este empeño de escribir historia literaria es una locura, sí, pero es necesaria. El efecto retórico va a funcionar. Se manejan dos posiciones teóricas fundamentales: la de Rethinking Literary History, libro editado por Linda Hutcheon y Mario Valdés en 2002, y la del más antiguo estudio de David Perkins, Is Literary History Possible? (1992). A esta última pregunta Gies responde «Sí, es posible», lo mismo que Perkins, que pasa a ser el guru subyacente en el diseño metodológico de la CHSL, cuyos cimientos están en la ecléctica idea de que «la función de la historia literaria es crear ficciones útiles acerca del pasado» (6). Este recordar la literatura del pasado implica tres operaciones: selección —¡oh, Funes!—, interpretación y evaluación. Naturalmente, hay un básico y peliagudo factor de selección, de tipo nacional, que Gies y Perkins resuelven al unísono: toman el nacionalismo, en este caso lo español, como una useful fiction y siguen adelante. Y es que cuando uno edita toda una Historia de la Literatura Española no puede permitirse ser un teórico radical y «repensar» tan asiduamente como Hutcheon; mucho menos rechazar, como hace ella, el «national model of literary history, a model that has always been remised on ethnic and often linguistic singularity, not to say purity». Con toda sensatez, Gies se declara desprovisto de todo sectarismo violento y toma la salida que le ofrece Perkins: el español como lengua y la entidad política denominada España son las dos fuerzas que articulan la CHSL sin por ello excluir otras voces y lenguas, desde el latín hasta el vasco; en realidad, todo aquello que pueda o quiera acogerse al ancho concepto—útil ficción— de «Literatura Española». El pragmatismo, por último, nos lleva a pensar en los estudiantes, que esperan una guía en su formación, y en las editoriales, sin cuyo comercio no existen ni las Historias de la Literatura, ni los editores ni los lectores.
En el segundo capítulo metodológico, W. Ríos-Font aborda «La historia de la literatura y la formación del canon»; fácilmente podría haberse añadido «en el siglo XIX». Porque una consecuencia de la postura de fondo de esta CHSL es la importancia metodológica que adquiere el siglo XIX como momento de creación del concepto de Literatura Española, un elemento más en el establecimiento de instituciones sociales y políticas que pretendían dar un sentido unificado al país. Nuestra protohistoria literaria del XVIII ya se apoyaba en la idea de España como nación. En el XIX Amador de los Ríos consagró una idea conservadora de España y la identificó con la lengua castellana y la religión católica —y con lo masculino, añade Ríos. Ahora bien, ¿qué pasó en el siglo XX con esta idea de España? ¿En qué sentido Menéndez Pelayo y Menéndez Pidal operan sobre el arqueológico Amador? ¿Cómo se ha modificado ese concepto de nación en Historias monoautorales como la de Valbuena Prat, Alborg u otras? Si Amador se abocó al pasado, si la historia literaria hispanoamericana, nacida en una sociedad liberal, miró al futuro, ¿cómo afectaron la crisis del 98, la II República, la Guerra Civil, el franquismo, la Transición o la incorporación a la Unión Europea, a la historia literaria española del siglo XX? Pasamos, pues, casi sin transición, desde los arcaicos conceptos de Amador a los augurios que Ríos dedica al siglo XXI: la historia literaria deberá ser un discurso multidisciplinar, permeable, no necesariamente coherente, que equilibre dos elementos fundamentales: la información sobre hechos literarios y la «production of useful, revealing, and liberating fictions about the past» (35). Perkins, de nuevo. La historiografía decimonónica creía firmemente en la idea nacional española y el siglo XX, en general, mantuvo la fe. A finales del XX hemos pasado a llamarla «ficción» o «narración» y la hemos investido de una amplia capacidad de asimilación; pero la seguimos usando porque la necesitamos, a la espera de otra idea unificadora que pueda cumplir con pareja eficacia.
La segmentación general del volumen transparenta estos planteamientos eclécticos y pragmáticos en torno a la idea nacional. Para la época medieval, la información se distribuye, como es de rigor, en poesía, prosa y teatro, pero lo más llamativo, quizá —y sin que ello suponga interferencia respecto a los capítulos más dedicados a dar información— son dos capítulos de signo metodológico, a cargo de J. Dagenais y M.ª R. Menocal, muy oportunos, cuyo fin es subrayar el elemento de «ficción» inherente a una literatura «española» que se escribió cuando España no existía. El multiculturalismo, la inestabilidad geoestratégica y la indefinición propia del inicio de una tradición literaria, hacen de la Edad Media un campo sumamente atractivo para la teoría literaria actual que, con razón, insiste en que el binomio fundante Lengua-Nación solo puede operar aquí a base de permanentes anacronismos retroactivos. En la península que luego se llamará España, la unidad política más importante era Al-Andalus y la lengua más común el árabe. Estaban el hebreo, el latín y las variedades romances, todavía indiferenciadas y sin conciencia de sí mismas. Si olvidamos el «prejuicio» nacional, dejará de interesar cuál sea el primer texto castellano o catalán; y pasarán a interesar otras preguntas como por qué y dónde se copió un determinado texto. En realidad, esa literatura, que fue a la vez local e internacional, pone en cuestión la misma noción de traducción o adaptación. Pero también se da una cierta paradoja: el énfasis historiográfico en la ficción no tiene ahora como fin imaginar una historia útil sino que, más bien, sirve para poner en evidencia que la idea nacional castellanocéntrica que el siglo XIX cimentó justamente en la Edad Media, fue una ficción. Y que, por tanto, los principios se reconstruyen desde los finales. Bien. Al lector de la CHSL eso no debería extrañarle. Más bien debería preguntarse si tal ficción sigue siendo útil. Menocal, por su parte, quiere abordar los comienzos «within its own time and on its own terms», sin dejar que la España posterior a 1492 se retroproyecte (65). Pero intuyo que tal cosa no es posible; y que, en el fondo, lo único que cabe es sustituir una ficción periclitada por otra más acorde con la sensibilidad contemporánea. Porque, apurando el argumento, si destacamos, como hace Menocal, que en Al-Andalus no vivían «los moros» invasores sino españoles musulmanes, en su gran mayoría descendientes de antiguos pobladores de Iberia islamizados, ¿no estamos volviendo al principio? ¿Por qué españoles musulmanes? Reivindicar la españolidad de la cultura y la literatura no cristianas, las árabes y hebreas, de Al-Andalus, ¿no implica seguir retroproyectando un concepto de España—una España pluricultural, ahora–, que nos estorbaba un poco? Esa operación apropiatoria es congruente en la Historia general de las literaturas hispánicas (1949) de G. Díaz-Plaja, que Menocal cita y reivindica, pero es más problemática en la CHSL. La España medieval de Menocal recuerda demasiado al mundo globalizado y multicultural del siglo actual. Aunque, desde luego, es muy cierto que las jarchas suponen un caso egregio de distorsión cuando se quiere ver el comienzo de la literatura española en ciertos versos, segregados de unos poemas cuyo plurilingu?ismo es esencial, pues refleja la intrínseca policulturalidad de la sociedad en que nacieron. Es verdad: «habrá que encontrar nuevas estructuras —sociales, políticas, intelectuales, económicas—» (57), pero las brillantes páginas de Dagenais y Menocal hacen ver que, por el momento, el concepto de nación, y la lengua a ella asociada, ocupan todavía el centro de la historiografía, también de la medieval. Sin olvidar que algunos especialistas insisten en que, en cierto modo, la invención retrospectiva ya funcionaba en textos como el Poema de Fernán González o la Estoria de España o que, a partir del siglo XI, la conciencia histórica de los reinos cristianos se fortalece. Ya al margen de lo metodológico, A.M. Beresford, J. Burke y Ch.D. Stern se ocupan, respectivamente, de la poesía, la prosa y el teatro medievales —a medias este último entre la scriptura y los theatrica—.
En los diez capítulos dedicados a los siglos XVI y XVII entran los nuevos conceptos más flexibles que se anunciaban en la introducción (5). Hablar de «Early Modern Spain: Renaissance and Baroque» busca enfatizar que, tras el periodo medieval, España entra en la Modernidad, como el resto de Europa, a través de dos fases diferenciables, antes de encaminarse hacia el burgués, científico y secular siglo XVIII. Se trata, sí, de una modernidad temprana, incipiente, en la que no se rompe con los viejos moldes clásico- humanistas, pero es modernidad al fin y al cabo. La expresión «Siglo de Oro» se emplea, pero en general queda destronada por la de «Early Modern» con el objetivo de que las connotaciones de peculiaridad, excepcionalidad y aislamiento respecto a Europa, asociadas a «Siglo de Oro», pasen a segundo término. Parece increíble, pero a estas alturas algunos siguen considerando a España «The Tibet of the West». En realidad, J. Robbins hace una interpretación benévola de la indudable peculiaridad de la cultura barroca española en el contexto europeo, dirigida en buena medida a lectores anglosajones no hispanistas, demasiado familiarizados con la leyenda negra sobre España. Es de agradecer su esfuerzo por mostrar que la España áurea fue una cultura europea de primer orden pero, en último término, creo que se acoge a un burladero verbal cuando afirma que «es precisamente la negociación de este cambio de paradigma» en un proceso de secularización intelectual lo que generó una inmensa literatura que «truly justifies the term Golden Age» (148). ¿Negociación? No queda claro cómo terminó la negociación. Pero para eso está el lenguaje metafórico. ¿Hubo acuerdo? Se entiende que, para Robbins, sí hubo algún tipo de acuerdo: el esfuerzo de España por integrar el pensamiento europeo en los moldes metafísicos y epistemológicos del pensamiento clásico, que Robbins quiere detallar, fue la peculiar contribución española a la modernidad. Sobre este bastidor fundamental, se estudian dos figuras principales de la prosa y el teatro: Cervantes, a cargo de A. Close, y Calderón, a cargo de E. Rodríguez-Cuadros; además de Lope de Vega, que a todo llegó, a cargo de V. Dixon. No faltan capítulos sobre el teatro nacional, la poesía renacentista y barroca, y las varias formas de prosa: narrativa, religiosa, didáctica, histórica, autobiográfica.
Se da por supuesto —no de forma expresa— que el XVIII recoge el resultado de la negociación: «los logros en la España del siglo XVIII son innegables aunque limitados» concluye Ph. Deacon (303) después de repasar la presencia del nuevo espíritu crítico en las ciencias desde los novatores, la generación de Feijoo y Mayans, hasta el momento —el reinado de Carlos III— en que los escritores, el sector más dinámico y modernizador, amplían el campo de sus intereses sirviéndose de las nuevas instituciones y publicaciones. Mientras, la universidad, el clero, la nobleza y una Inquisición cada vez menos activa componen la fuerza antagonista. J. Álvarez Barrientos se ocupa de sendos panoramas de la prosa, la lírica y el teatro, en que no se destacan figuras individuales.
«La forja de una Nación» es el epítome a que responde el siglo XIX, idea que, como sabemos, articula toda la CHSL. Haciendo poco énfasis en lo teórico-histórico, D. Flitter se ocupa de dar fe del predominio en España de la versión schlegeliana de Romanticismo y, por tanto, del peligro de disminuir la influencia de Böhl de Faber. Solo Larra y Galdós reciben capítulos individuales. El de G. C. Martín presenta a Larra como un ilustrado que choca con su entorno, ni dramaturgo ni novelista sino un agudo observador de su tiempo sin concesiones al costumbrismo descriptor. Puede completarse con el breve panorama de M. Iarocchi sobre la novela histórica, el folletín, el periodismo y el costumbrismo. H. Turner escribe sobre Galdós en una línea razonablemente descriptiva, dando lugar central a Fortunata y Jacinta como espejo del complejo novelar galdosiano, que desborda lo literario y alcanza lo sociológico e histórico, dando paso a la imagen de una España en transformación conflictiva. No deja de señalarse, con acierto, el factor decisivo en la novela realista de Galdós (408-09): su instinto narrador, capaz de sacar una historia hasta de un plato de judías. El otro plato fuerte del siglo, la novela regionalista-realista y la naturalista no determinista, queda a cargo de S. Miller, quien aporta una clave de continuidad: esta estética realista es la estética contra la que se construye el siglo XX. David Gies se encarga del teatro con reconocida competencia y la lírica se divide en dos partes, a cargo de S. Kirkpatrick y M.ª Á. Naval.
Queda el último y más complicado tramo, que la CHSL resuelve en cuatro sectores: el primero «The Modern, Modernismo, and the Turn of the Century» cubre desde finales del XIX hasta los años de 1920 y atiende puntos ausentes en anteriores Historias: un capítulo sobre las mujeres escritoras, de L.Charnon-Deusch, y una atención a la literatura en castellano —cuatro capítulos— rigurosamente enrasada con la catalana, que merece otros cuatro capítulos, todos de J.R. Resina, sobre la Renaixença, el Modernismo en Cataluña, el Noucentisme y la Vanguardia catalana. Queda claro que el editor cree en la capacidad integradora de esa ficción útil que ha llamado Literatura Española. N. Santiáñez habla de los maestros del Modernismo español desde un doble planteamiento deudor de Wittgenstein y Braudel, mientras R. Cardwell expone con corrección la unidad fundamental de la poesía española a comienzos del XX, que no es sino «the Spanish version of European Symbolism and Modernism » (512). La distinción hispana entre modernismo y la posterior vanguardia queda atenuada aquí. N. Orringer, por su parte, resume lo relativo a la estética, los estudios históricos y las ideas, centrándose en Ortega, d’Ors y Menéndez Pidal.
El siguiente sector desplaza los factores estéticos en la organización de la materia, ya hasta el final de la CHSL, y los sustituye por los históricos. La Guerra Civil centra el primer bloque: «Twentieth-Century Spain and the Civil War». Se recupera el teatro desde comienzos del siglo, tanto el comercial como el renovador, en dos capítulos a cargo de D. Dougherty. N. Dennis reivindica las dimensiones vanguardistas de la prosa de preguerra, presidida por Gómez de la Serna y Ortega, y el testimonio que aporta la prosa escrita durante la guerra, mientras E. Bou, tras marcar algunas características y un proceso general de modernización similar al del resto de Europa, ejecuta una aproximación a una docena larga de poetas, por orden de nacimiento, desde León Felipe hasta Ridruejo; sin hablar «del 27» ni «del 36». García Lorca, incluyendo su lírica y su teatro, es el único autor de siglo XX que recibe atención monográfica, de parte de A. Anderson, síntoma evidente de su indiscutida canonicidad mundial. «Dentro y fuera de la España de Franco», la penúltima sección, dedica un único capítulo al exilio, a cargo de J. M. Naharro, que busca responder a la complejidad de esta literatura desde una variedad de conceptos como «retroexilio», «infraexilio », «supraexilio» o «intraexilio». El panorama general de la literatura de la España de Franco, por M. Ugarte, distingue cuatro etapas en la censura, destaca el predominio de la memoria y la evocación sobre la historia, y marca el final acudiendo como hitos a La verdad sobre el caso Savolta y figuras como Vázquez Montalbán o Almodóvar. Al ocuparse de la prosa, J. Perez señala tres sectores, los 40, los 50 y la nueva novela, e insiste en la férrea autarquía y el control impuestos por el poder a los ciudadanos, sin destacar que la realidad se encargó de suavizar tan extremoso panorama. G. Carnero analiza las variedades de la poesía de posguerra y M. Halsey las del teatro, en especial Buero y Sastre. Hay también una breve ampliación a la cultura y la censura de cine, por lo que tiene en común con la literatura.
Esta apertura al lenguaje del cine asciende de categoría en la última sección, «Post-Franco Spanish Literature and Film». S. Martín-Márquez, en el capítulo que cierra el volumen, habla con desenvoltura de las diferentes aproximaciones de cine y literatura, desde Javier Marías hasta Julio Medem. Mainer escribe con su habitual fluidez sobre literatura y sociedad, removiendo hitos y mojones —no 1975 más bien 1968, no 1982 más bien 1986— y combinando novela, cine, teatro y grupos editoriales.
Tres capítulos finales bien podrían ejemplificar la sana tensión entre información ynarración, que se encuentran en la CHSL. B. Epps —La prosa entre 1975-2002—representa la mayor proximidad a la narración desestructurada y a la porosidad respecto a las nuevas tendencias: la movida, la sensibilidad gay & lesbian, la novela detectivesca, el desencanto o las lenguas minoritarias van encadenándose y cubriendo el panorama de forma original —quizá demasiado original para una Historia de la literatura—, con implícita renuncia a una interpretación más o menos general, parte por la intrínseca dificultad del panorama (723), parte por el gusto postmoderno de afirmar que no se puede afirmar casi nada. La brillante, rotunda y espumosa frase final dibuja una literatura atormentada por su pasado de guerra, su presente consumista y un futuro del que todo se puede esperar. Lo cual resulta tan sofisticado y escasamente pedagógico como el resto del capítulo. S.G. Feldman traza un panorama acerca del teatro después de Franco caracterizado por su equilibrio y su concocimiento directo de la realidad teatral española: síntesis de los autores y grupos más importantes, comerciales y experimentales; análisis de factores escénicos decisivos —la descentralización, las salas alternativas y estatales—; se apunta al teatro independiente como elemento clave en la vanguardia y se marcan las tendencias más influyentes. J. Cano Ballesta, en la otra punta que Epps, informa más que opina y nos acompaña desde los novísimos a la poesía del silencio, el confesionalismo, la poesía de la experiencia y la neovanguardia, hasta recalar en el triunfo del individualismo y el hedonismo como rasgo definitorio de la poesía en los últimos quince años. Cano delimita secciones y grupos, con sus «jefes»; quizá demasiado clásico, pero útil. El editor merece un reconocimiento especial por algo que puede notarse poco: la labor de coordinación de casi 50 colaboradores, todos expertos en su campo, para dar coherencia y evitar tanto solapamientos reiterativos como ausencias, que no hay. Los colaboradores, en su mayoría pertenecientes a la academe norteamericana, dejan su impronta de buena prosa, concisión y argumentación. La tipografía es sobria y bella; no hay erratas. Las traducciones al inglés de los títulos españoles son imaginativas y atinadas. La cronología, desde 2000 a.C. hasta 2001, con sus abreviaturas para indicar el diverso tipo de artes, habla del amor al detalle y la precisión propios de la tradición anglosajona. Lo mismo que el Índice y la recopilación completa de la Bibliografía citada. ¿A qué lectores se dirige la CHSL? Estudiantes anglosajones de nivel postgraduado, yo diría. La CHSL es la primera que se publica en inglés desde hace treinta años y sale publicada en una casa sumamente experta, de base universitaria e implantación mundial. Ojalá se convierta en un instrumento de influencia a favor de lo español en esa cultura y esa lengua, que son las que cuentan en el mundo. No es una vuelta a los tiempos de Ticknor, aunque tampoco viene mal saber cómo nos ven desde fuera. En suma: la Cambridge History of Spanish Literature aporta una apuesta pascaliana por la nación como ficción útil y una puesta al día global de la historiografía. Los hechos, el canon, se mantienen sin grandes novedades, escoltados por oportunos caveats acerca de la dimensión de construcción que entrañan. Todo ello marcado por la profesionalidad, el buen sentido y el deseo de abrir los estudios literarios a nuevos conceptos, lenguajes y posiciones teóricas, sin descartar nociones tradicionales que se han probado útiles.
VÍCTOR GARCÍA RUIZ
Universidad de Navarra
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